Buscando al hombre perfecto
Por Yehudis Fishman
En los últimos años de mi adolescencia me encontré en una encrucijada. Estaba a poco de graduarme del secundario y no estaba segura de qué hacer a continuación. Me sentía dividida entre mi deseo de continuar con mi educación judía y mi interés por abordar estudios académicos y embarcarme en una carrera universitaria.
Las descripciones minuciosas de la vibrante historia del comienzo del jasidismo que leía en Las memorias del Rebe de Lubavitch, escritas por el sexto Rebe de Lubavitch, Rabi Iosef Itzjak Schneerson, de bendita memoria, cautivaban mi atención. Me apasionaban las imágenes del estudio exhaustivo de la Torá combinado con un vínculo estrecho con la naturaleza que se describían en el libro. Así fue como comencé a sentir una conexión profunda con Jabad.
Es por esto que frente al dilema en el que me encontraba decidí escribir mi primera carta al Rebe de Lubavitch, Rabi Menajem Mendel Schneerson, de bendita memoria.
Su respuesta llegó muy rápido. El contenido de la misma me sorprendió ya que lo que en verdad estaba esperando era que el Rebe simplemente me dijera “No vayas a la universidad”. Sin embargo, éste me sugirió que pospusiera mis estudios universitarios por uno o dos años hasta que tuviera un conocimiento más profundo de las enseñanzas de la Torá y de los valores judíos. Esto me permitiría, a su vez, tener un criterio más firme al momento de decidir qué carrera estudiar.
Seguí el consejo del Rebe, y a los dieciocho años comencé a cursar en la academia para maestras Beth Iaacob, en Williamsburg, el cual, en ese momento, era el instituto más prestigioso de educación judía avanzada para mujeres.
Todos los días, al salir de clases, trabajaba como niñera medio tiempo en casa de un maestro rabínico muy prominente. Sin darme cuenta, mientras cuidaba a los niños, una pareja de ancianos que vivían cerca notó mi presencia. Se acercaron y me explicaron que habían notado mi amor por la Torá y que querían pagarme un pasaje para que fuera a Israel a conocer a un joven que encabezaba un seminario kabalístico. Ambos estaban convencidos que éramos la pareja ideal y que debíamos casarnos.
En aquel momento no tenía nadie a quien preguntarle o con quien debatir un tema tan importante como ese. La oferta me pareció extraña e interesante, pero no sabía si era lo adecuado para mí. La pareja de ancianos, aunque bienintencionados, no me conocían en absoluto y por ende no sabían que era lo que buscaba en un compañero de vida. ¿Cómo podían sugerirme una cosa así?
En ese momento de desolación, sentí una necesidad muy profunda de viajar a Crown Heights, un barrio en Brooklyn, Nueva York, donde se encuentra la sede de Jabad-Lubavitch.
Cuando llegué al 770 de Eastern Parkway, estaba tan colmada de emoción que me senté afuera del edificio entre sollozos. Un hombre mayor con barba desalineada se acercó a mí y me preguntó qué me ocurría. Le expliqué que le había escrito una carta al Rebe en mi adolescencia y que ahora deseaba hablar con él.
“Espera un minuto”, murmuró el hombre, y se dirigió hacia el interior del edificio. Luego me enteré que ese hombre era el antiguo secretario del Rebe, El rabino Hodakov.
El rabino Hodakov regresó poco después y me informó que tenía una reunión con el Rebe al día siguiente. Claramente yo no estaba al tanto de que ese no era el protocolo usual para pedir citas con el Rebe, o que por lo general la gente pedía entrevistas con meses de anticipación.
Al día siguiente, luego de una noche en vela, llegó mi turno para ver al Rebe. Las rodillas me temblaban por lo que tuve que apoyarme en el escritorio para no caerme. Pero ni bien reparé en los ojos azules del Rebe, llenos de calma y compasión, me relajé al instante.
Le expliqué mi situación de la manera más concisa que pude y el Rebe me proporcionó una respuesta breve y directa. “El (mi futuro novio) está allí [en Israel] y tu estas aquí. Ambos son muy diferentes el uno del otro”. Luego agregó, en Idish, (aunque no sé cómo es que el Rebe supo que yo entendía Idish). “Sácalo de tus prioridades”.
Me retiré con un sentimiento de alivio muy reconfortante, no solo porque había recibido una respuesta concreta de alguien en quien confiaba profundamente, sino porque ya no me sentía más sola en el mundo. Había encontrado un guía, un mentor.
Poco tiempo después, otra persona me sugirió un empresario como posible pareja para mí. Me encontré con él unas pocas veces, pero no estaba segura de que verdaderamente fuera mi alma gemela.
Esta vez, fui a la oficina del secretario del Rebe para pedir formalmente una entrevista, y éste me consiguió un turno para la semana siguiente (nuevamente, algo muy inusual considerando el tiempo promedio que uno debe esperar para conseguir una cita de este tipo).
En este encuentro, el Rebe tomó la iniciativa de preguntarme “¿te gusta este hombre?”.
Parecía una pregunta bastante obvia, pero para mí, el hecho de que proviniera de un rabino, me desconcertó por completo. Tragué saliva antes de contestar. “Siento stam ahavat Israel [un amor simple por todos los judíos], por él”.
El Rebe sonrió de oreja a oreja, con una sonrisa cómplice, como la que recibimos de algún pariente cercano.
Nuevamente, me respondió en Idish “Far a man darf men hoben mer vi stam ahavas isroel,” – “Por un marido, no debe sentir más que el amor simple que se siente por todos los judíos”.
A partir de ese momento entendí que había encontrado no solo un guía y un maestro, sino también un amigo sincero y una figura paternal. Mi padre murió cuando yo tenía diez años y por ende no llegue a conocerlo mucho. Pero cuando hablé con el Rebe, sentí el amor, el apoyo y la preocupación de un padre.
Escuché de boca de otros aquello que yo personalmente viví y pude experimentar. Cuando uno hablaba en privado con el Rebe, parecía como si uno fuese la única persona en el mundo para él. Tal como aprendí a lo largo de la vida, aunque el Rebe era una persona tan elevada espiritualmente, siempre fue capaz de relacionarse y conectarse con todo aquel que fuera a verlo. Escuchaba a cada persona con total atención y dedicación. Hasta creo poder decir que él me escuchó más a mí que yo misma.
En lo sucesivo, tuve varias audiencias con el Rebe que marcaron y transformaron mi vida de muchas maneras. A pesar de que millones de personas de todas partes del mundo tuvieron experiencias similares a la mía con el Rebe, eso no disminuyó en nada mi percepción de que ante sus ojos, yo era tan preciada con un hijo único.
Este año cumplo sesenta y cinco años y aún me cuesta creer que la persona que más cerca estuvo de ser como una figura paterna para mí era, según muchas otras personas, el rabino más sagrado e influyente de nuestro tiempo.