Ver para Creer
Numerosos son los caminos que llevan a la persona a creer en una determinada verdad. Esta puede haberla oído de una fuente confiable. Puede que se la hayan probado con las herramientas de la lógica. O puede haberla visto con sus propios ojos.
Era la hora más oscura en la historia de la incipiente nación.
Esclavos por centurias en una tierra extranjera y hostil, sometidos a los decretos más crueles e inhumanos que el hombre pudiera imaginar. Y precisamente cuando parecía que las cosas ya no podrían ser peores, como cálidos rayos de un sol primaveral tras un invierno gélido, nació el primer resplandor de esperanza. Y entonces las cosas empeoraron.
Moshé apareció con un mensaje de salvación al pueblo judío: ha llegado el momento de vuestra redención. Di-s me ha enviado a Egipto para liberaros de la esclavitud, y para abrir una nueva página en los ya ajados volúmenes de su más reciente historia: seréis la nación elegida de Di-s; pronto heredaréis la tierra de Israel, aquel suelo rico y generoso tanto en el sentido espiritual como en el material, larga y reiteradamente prometida a sus antepasados.
Moshé enfrenta por fin al Faraón. El resultado: un aumento en la ardua faena edilicia del pueblo judío, y por consiguiente en su ya sofocante suplicio. Embargado por el dolor “Moshé regresó a Di-s y dijo: ‘¡Por qué, Di-s, has hecho mal a Tu pueblo? ¿Para qué me has enviado? Tan pronto llegué al Faraón para hablar en Tu nombre, éste empeoró las cosas para esta nación. Nada has hecho para salvar a Tu pueblo”.
Di-s le responde. Pronto verás cómo finalmente todo es para bien, cómo todo esto producirá la redención de Israel. Luego, Di-s le dice: “Yo Me he hecho ver (vaerá) a Avraham, a Itzjak y a Iaacov”.
Nuestros Sabios explican que también estas palabras, aparentemente un mero prólogo, son la respuesta a la amarga queja esgrimida por Moshé. Di-s le está diciendo: También en las vidas de los antepasados espesos nubarrones oscurecieron el horizonte; también ellos vieron tiempos en los que parecía que nada de lo que Yo les había prometido se concretaría, que en apariencia todo terminaría en la nada (por ejemplo, cuando le prometí a Avraham que sería padre de una enorme nación, y sin embargo durante décadas sólo conoció la soledad; luego, después de que por fin naciera Itzjak y Yo le reiterara que éste era el niño del cual surgiría la nación de Israel, le ordené sacrificarlo). No obstante, la fe de ellos jamás vaciló.
¿Por qué? Porque “Yo Me he hecho ver” a ellos. Porque su fe en Mí era aquella fe que se define gracias a la facultad de la vista.
Numerosos son los caminos que llevan a la persona a creer en una determinada verdad. Esta puede haberla oído de una fuente confiable. Puede que se la hayan probado con las herramientas de la lógica. O puede haberla visto con sus propios ojos.
Sin embargo, el pavimento de todos estos senderos no es de idéntico material, y el tránsito por sus carriles evidencia la diferencia. Sólo uno de ellos, en las pruebas finales del laboratorio de la vida, demuestra su supremacía.
Hay una diferencia esencial entre la percepción resultante de la vista y la que rinden los demás sentidos en conjunto. Estos últimos, pese a su solidez aparente, están minados por un defecto de fábrica: son refutables; meramente “demuestran” algo a la persona; pero desarrollos subsiguientes pueden socavar la convicción inicial, y muchas veces, en efecto, lo logran.
La vista es diferente. Sus imágenes portan con dignidad indómita la más grande de las virtudes: es absoluta. La entidad, acción, evento o elemento percibido puede ser negado por el mundo entero; puede ser totalmente ilógico, absurdo e imposible. Pero quien lo ha visto, sabe que es verdad. Nada ni nadie puede derribar el edificio de su convicción intransigente. Él lo vio.
La fe puede darse en numerosos niveles: hay una fe comparable a la convicción que el ser mortal tiene en algo que ha oído, por ejemplo, o una fe que sea tan vigorosa como el pragmático hecho lógico. Pero la fe más inconmovible es aquella del nivel de visión. Es absoluta; las contradicciones racionales más descaradas no pueden sacudirla.
Cualidad Genética
Sobre las palabras del mencionado versículo, “Yo Me he hecho ver a Avraham, a Itzjak y a Iaacov…”, el célebre comentarista bíblico, Rabí Shlomó Itzjaki (“Rashi”), agrega: “A los padres”.
Cualquier niño en edad escolar ha aprendido que Avraham, Itzjak e Iaacov son los tres padres de la nación judía. Pues entonces, ¿qué novedad nos está contando Rashi?
El pueblo judío está sufriendo, y las promesas de Di-s sólo parecen empeorar las cosas. A las angustiadas palabras de Moshé, Di-s responde con un “Avraham, Itzjak y Iaacov jamás perdieron la fe, ellos Me vieron. ¿Cómo se relaciona esto con nuestra situación? ¿Qué significa esto para nosotros? clama el comentarista.
Por eso explica: Estas palabras, “Yo Me he hecho ver a los padres”, es la respuesta de Di-s a Moshé.
¡Moshé —dice el Creador de todo al líder entristecido—, Avraham, Itzjak y Iaacov son los progenitores del pueblo judío en todo el sentido de la palabra! Tal como un niño hereda las características físicas y psicológicas de sus padres, del mismo modo cada judío hereda las cualidades de Avraham, Itzjak y Iaacov; cada una de las características, experiencias y logros de aquellos gigantes del pasado están también ahora sellados en vuestros genes espirituales. Y dado que la fe de vuestros padres en Mí era tan absoluta e inequívoca como la verdad de lo que uno ve, el potencial para reflotar una fe semejante dentro de todos y cada uno de vosotros perdura con todo su vigor. No importa lo que vuestros sentidos más externos perciban, cada uno de vosotros, hasta el fin de las generaciones, está capacitado para sumergirse en su propio ser y encontrar la capacidad innata de ver a Di-s, de sentir Su compromiso para con nosotros incluso cuando los demás sentidos, por su superficialidad externa, quieran convencernos de que nos hallamos bajo la más imposible de las condiciones.
Basado en una Sijá de Shabat Vaera 5731