Por Elie Wiesel
Recuerdo y siempre recordaré mi primera visita a Lubavitch. Ocurrió hace unos treinta años. Aunque era jasid de Wizhnitz, había oído hablar de Jabad y de su renombrado líder. Como corresponsal extranjero del diario israelí “ledioth Ajaronot”, había pensado en escribir un artículo sobre la manera en que los jasidim de Lubavitch celebran la liberación del primer Rebe -o Alter Rebe- Schneur Zalman de Liadí, de la prisión zarista. Cuando me fui en las primeras horas de la mañana, seguía perteneciendo a Wizhnitz, pero ya estaba atrapado por algo o por alguien que uno encuentra solamente en Lubavitch.
Recuerdo: en una sinagoga que parece al mismo tiempo enorme e íntima, miles y miles de jasidim, jóvenes y viejos, de todo el mundo, bailan verticalmente, como si no se movieran de su lugar, pero forzando su ritmo a todo el universo.
Con los ojos cerrados, cantan como solo los jasidim pueden cantar. Diez veces, cincuenta veces repiten las mismas palabras, la misma melodía y la canción estalla en sus pechos y enciende mil llamas en sus ojos antes de elevarse cada vez más alto, hasta el séptimo cielo, si no más alto aún, hasta la «Heijal», la fuente y santuario de todas las canciones.
El centro es el Rebe, el jasid que hay en mí lo mira maravillado. En su personalidad se mueve algo melancólico y profundo. Preocupante y tranquilizador al mismo tiempo. Siente lo que todos aquí sienten, ayuda a todos a alcanzar lo inalcanzable. En su presencia, uno se siente mas judío, más auténticamente judío. Visto por él, uno llega a un contacto más cercano con nuestro propio centro judío interior.
Soy incapaz de apartar mis ojos de él. Su mirada lo abarca todo y a todos. Raramente he sido testigo de tal control y preocupación por una asamblea tan grande. Miles de ojos siguen sus movimientos más imperceptibles. Cuando habla, todo el mundo escucha sin aliento, absorbiendo cada palabra, cada suspiro. Cuando canta, el mundo entero canta con él y con nosotros.
Recuerdo: estoy allí durante horas, en el 770 de Eastern Parkway, como en un sueño, mirando al Rebe que estaba mirando a sus seguidores. A veces sonreía y la noche se desvanecía de sus vidas. Había momentos en que parecía serio y sombrío. Y entre canción y canción, sus fervientes oyentes temblaban entre el temor y la esperanza.
De pronto, me vi a mi mismo otra vez como un niño, pasando un Shabat en la corte del Wizhnitzer Rebe. También allí las almas se convertían en cuerdas musicales y entonaban antiguas melodías.
Pero en Lubavitch es diferente. El mundo es diferente. Incontables cementerios invisibles separaban el pasado del presente. En Lubavitch pienso en Wizhnitz de una manera diferente. Lo que el Rebe de Lubavitch está haciendo, lo que está logrando aquí puede sentirse más allá de Lubavitch.
Eso lo entendí mucho más tarde. Cuando comencé a viajar por el país, descubría los emisarios del Rebe en los lugares más olvidados. Si no fuera por ellos y por su devoción, si no fuera por la misión que el Rebe les confiara en los cuarenta años de su liderazgo quién sabe cuántas almas judías se habrían perdido para nuestro pueblo.
Es parte de la grandeza del Rebe el que sepa a quién enviar, adónde y cuándo.
No todos sus logros han sido hecho públicos. Algunos deben permanecer secretos. Cuando sean revelados -pronto, espero- seguramente aumentará la admiración ya existente por la visión del Rebe en el terreno de la educación.
Así, el pueblo judío tiene con el Rebe una gran deuda de reconocimiento y gratitud.
Y yo también la tengo, en Lubavitch he aprendido mucho de Lubavitch. Las conversaciones que tuve con el Rebe ya muy avanzada la noche, en los años ’60 permanecen conmigo.
Si no hubiera participado en el «Jag Hagueulá» de Jabad hace unos treinta años, me pregunto si hoy sería quién soy.