Simjat Beit Hashoeva
Jerusalem fue testigo de varias demostraciones de grandeza, pero la más espléndida de todas fue Simjat Beit Hashoevá…
A lo largo de los siete días de la Festividad, se vertía agua sobre el sacrificio diario además de la libación de vino habitual. Este agua se extraía del manantial de Shiloaj.
Todavía no había caído la noche y ellos iban corriendo hacia el Beit Hamikdash. El amplio patio estaba muy lleno. Todavía más gente estaba llegando, sin embargo, en forma maravillosa, había lugar para todos. ¡Fueron cientos de miles.
Cuatro candelabros altos de oro se erguían en las cuatro esquinas del patio, deslumbrando los ojos con su belleza. Cada uno de los cuatro cohanim (plural cohén: sacerdote) jóvenes tomaron un cántaro de aceite en sus manos y subieron una escalera de plata hasta que alcanzaron las lámparas. Vertieron el aceite dentro los platillos dorados que estaban en los menorot (plural menorá: candelabro) y los encendieron. Las llamas se movían vivazmente, esparciendo su resplandor por todas partes. Su luz iluminaba todo el área del Beit Hamikdash, la ciudad de Jerusalem en su totalidad, y más allá. Ni siquiera a un patio de ¡a Ciudad Sagrada le era negada esa luz brillante; penetraba en todos lados.
Los leviim (plural de levi: levita) se paraban sobre los quince escalones que estaban en las afueras del patio, tocando arpas, trompetas y platillos, flautas y gaitas. Los sonidos encantadores que producían pulsaban las cuerdas ocultas que se encontraban en los corazones de todos aquellos que estaban presentes.
Todas las personas eran llevadas por la música. Los pies golpeaban al compás y comenzaban a bailar con una vida propia, atrayendo a sus dueños a círculos giratorios de bailarines. La alegría era contagiosa, el regocijo era extático. Varias personas tomaban antorchas, las arrojaban en el aire y las tomaban nuevamente. Rabí Shimón ben (hijo de) Gamliel era con mucho el mejor en este juego de las antorchas. Arrojaba al aire ocho antorchas una atrás de la otra y hacía malabares espléndidamente. Ninguna tocaba a la otra. ¡Era una maravilla observarlo!.
Los grandes hombres de la generación se arremolinaban en el círculo de bailarines: rashei ieshivá (plural de rosh ieshivá: director de la academia talmúdica), miembros del Sanhedrín (Corte Suprema) y hombres que hicieron hazañas grandiosas. Bailaban mientras que el resto los contemplaba y alababa a Hashem (literalmente: el Nombre, de Di’s). Este no era un acontecimiento sencillo sino una efusión del fervor sagrado, un fuego que disparaba resplandores de la luz Divina sobre todos los observadores. Estos resplandores penetraban profundamente en los corazones y avivaban la llama del alma, consumiendo todos los vestigios de lo físico y de lo material. Esta alegría de otro mundo elevaba a la gente a grandes alturasespirituales; desde allí extraían inspiración Divina.
Los piadosos y los hombre de proezas y temperamento solían decir: “Dichosa es nuestra juventud que no avergüenza a sus mayores”. Estaban orgullosos de decir que no se tenían que avergonzar de su pasado.
Los hombres que no tenían un pasado impecable, sino que se arrepintieron de su camino de juventud desviado, solían decir: “Dichosos son nuestros mayores quienes expían ¡os pecados de nuestra juventud”.
Y ambos grupos solían cantar: “Dichoso es aquél que nunca pecó, pero dejemos que aquél que ha pecado se arrepienta y será perdonado”.
La música era cada vez más fuerte, el baile cada vez más entonado. Todos daban las gracias y alababan a Hashem.
“Alábenlo a El con el sonido del shofar (cuerno de carnero); alábenlo a El con tambor y baile”.
“Alábenlo a El con instrumentos de cuerda y flauta; alábenlo a El con el golpe de platillos.”
“Alábenlo a El con platillos resonantes; permitan que todo lo que tiene vida alabe a Hashem”.
De este modo alababan a Hashem y se alegraban toda la noche.
Llegaba la mañana. El gallo cantaba. El canto se tornaba en silencio y el baile cesaba. Los ecos de los instrumentos se extinguían gradualmente. En el Portal Superior, el cual separaba el patio de los hombres del patio de las mujeres, estaban parados los cohanim (plural de cohén: sacerdote), con una trompeta en su mano. Apenas cantaba el primer gallo, soplaban una tekiá, teruá, tekiá. Luego bajaban al décimo escalón y sonaban otra serie. Al llegar al patio, sonaban una tercera vez y desde allí continuaban, sonando mientras caminaban, hasta que llegaban al portal oriental. Allí se detenían, se volvían para mirar hacia el oeste y decían:
“En este sitio nuestros antepasados solían volver sus espaldas al hejal (lugar del Templo donde estaba guardada el Arca) y miraban hacia adelante mientras se inclinaban hacia el este donde estaba el sol. Pero nuestros ojos están dirigidos hacia Hashem”.
Desde allí solían volverse y continuar hacia la fuente de Shiloaj. Uno de los Sabios solía tomar un recipiente dorado y extraía tres correderas de agua fresca del manantial que fue preparado desde la Creación para este propósito. Solían volverse hacia el Beit Hamikdash y entraban al Portal del Agua. Este portal estaba cerrado con llave a lo largo de todo el año y sólo se abría en Sucot cuando se traía el agua desde Shiloaj para la libación.
Cuando llegaban, sonaban una serie de tekiá, teruá, tekiá. Un cohén mataba el sacrificio diario, rociaba su sangre y colocaba las partes adecuadas sobre el mizbeaj (altar).
El cohén que llevaba el agua solía subir la rampa que se encontraba en el lado del sur del mizbeaj (altar). Había dos conductos que eran cóncavos sobre el mizbeaj los cuales desaguaban profundamente en la tierra. Uno tenía una boca angosta, el otro tenía una boca ancha. El cohén solía tomar el cántaro de agua con una mano y un cántaro de vino con la otra. Alzaba los cántaros y vertía el vino en el conducto que tenía la boca ancha y el agua en el otro.
¿Por qué era necesario alzar los cántaros antes de verter su contenido?.
Era importante que todos vieran que el cohén estaba haciendo como los Sabios indicaron, ya que los Tzedukim no creían en este mandamiento y solían verter el agua en la tierra.
En realidad, una vez, fue elegido un sacerdote Tzeduki. En vez de verter el agua sobre el mizbeaj, la virtió sobre sus pies. Cuando la gente vió esto, le arrojaron sus etroguim, matándolo.
A partir de ese momento, los Sabios establecieron la práctica de levantar los cántaros en alto para que todos puedan ver cuando el cohén vierte el agua sobre el mizbeaj, como se ordena.
Los leviim solían parase en sus plataformas, tocando sus instrumentos y cantando el salmo diario y Mizmor leDavid. Cuando terminaban, soplaban una serie de trompetazos con sus shofarot (plural de shofar: cuerno de carnero) mientras toda la gente se inclinaba, se prosternaban y caía sobre sus rostros. Todos iban a decir sus plegarias matutinas, contentos y regocijados en el corazón.
Rabí lehoshua ben (hijo de) Jananiá dijo: “Durante la semana de Simjá Beit Hashoevá, la alegría de extraer el agua, no dormíamos del todo”.
Durante la primera hora del día, tenían que llevar el sacrificio diario. Esto era seguido por las plegarias matutinas. Luego sacrificaban el musaf y recitaban la plegaria de musaf. Después iban al beit midrash (casa de estudios) para estudiar y luego comían. Pero entonces era la hora de las plegarias de la tarde, las cuales eran seguidas por el sacrificio diario de la tarde. Inmediatamente después, comenzaban las celebraciones de Simjá Beit Hashoevá, que duraban toda la noche. No había tiempo para dormir.
Acerca de este festejo, dijeron nuestros Sabios:
“¡Aquél que no vio el regocijo de la extracción del agua, nunca vio alegría en su vida!”
¿Dónde hace alusión la Torá a la mitzvá (precepto divino, mandamiento celestial) de verter el agua?.
Cuando la Torá enumera los diversos sacrificios que se llevaban en Sucot día a día, recapitula y dice: “. .
Además de la olá diaria (el sacrificio que se quemaba totalmente) y su ofrenda de carne y su libación”. Esto se repite para cada uno de los siete días. Pero en tres días de la Festividad, hay un pequeño cambio en la Torá.